La producción masiva de ropa o fast fashion es uno de los problemas más significativos en la industria de la moda, a pesar del modelo circular que se ha incrementado en el sector. Algunos diseñadores, creadores y activistas alrededor del mundo que pertenecen a la industria de la moda han impulsado el movimiento de consumo y producción consciente.
Las campañas y mensajes por una moda más justa se han hecho populares, pero ¿por qué se está luchando?, ¿y sobre quién recae la responsabilidad del problema?
Actualmente, existen organizaciones, comunidades e incluso figuras públicas que apuestan por un consumo consciente de ropa, con el objetivo de combatir la producción masiva y todo lo que la compone.
Principalmente lo más preocupante es dónde, por quién y en qué condiciones fue hecha la ropa que producen. Y a estas interrogantes se le agrega: qué materiales la componen y cómo estos terminan siendo perjudiciales para el ambiente.
Para el año 2020, las fibras preferidas por una quinta parte del mercado textil global fueron el algodón, el poliéster, la poliamida, las provenientes de animales, entre otras. Más del 80% de los tejidos usados eran vírgenes.
¿Quién se beneficia con el fast fashion?
Por un lado existen diseñadores o marcas de moda reconocidos alrededor del mundo por expresar la delicadeza, el lujo o la originalidad de sus piezas. Por el otro, existen muchas marcas que permiten a gran parte de la población vestir con un presupuesto mínimo.
Las tiendas minoristas de ropa facilitan el acceso a las tendencias, colores y tejidos del momento; responden a las necesidades de las personas que se visten para cualquier ocasión; promueven las ofertas a través de publicidades creando patrones de compra y venta.
Algunos usan fast fashion por no tener más opciones, porque es lo que conocen y realmente no saben su impacto ambiental, y quizás ni les importaría. Pues el consumo consciente es un concepto tan reciente que pocos sabemos de su importancia y solo nos centramos en promoverlo sin pensar en quiénes pueden o no pueden acceder a él.
Durante la década más importante para la actual crisis climática, en la que más se promueve el uso de productos ecofriendly para contribuir con la conservación del ambiente, solo los que tienen con qué pueden elegir el artículo con el menor impacto ambiental posible. Mientras otros no tienen opciones.
Es el caso de Jenny, una joven venezolana y migrante, que perdió su ropa durante su viaje a Chile. En la pila de ropa formada en el desierto del Desierto de Atacama, donde llegan containers de ropa desde EEUU, busca opciones para vestir.
Los puertos de países latinoamericanos terminan recibiendo toneladas de ropa de marcas de fast fashion, que no se vendió en los países de origen. Algunas de ellas terminan en mercados populares o, incluso, en vertederos, para al final incinerarse.
Las dos caras del fast fashion en Venezuela
En Venezuela, durante temporadas de fiesta y celebración como diciembre, el bulevar de Sabana Grande en Caracas estaba repleto de buhoneros, con sus promociones de hasta 3 franelas por $5.
En un país donde el sueldo mínimo es de $2,5, aun el fast fashion de marcas globales es inaccesible para una gran mayoría de la población. Considerando, además, que Inditex, uno de los mayores retailers del mundo, cerró sus tiendas en el país.
No significa que los venezolanos no vistan de Bershka, Zara o H&M —a pesar de no tener tienda acá— sino que no hay un almacén oficial. Porque la ropa de estas marcas aún se encuentra en mercados populares que revenden la ropa, o en otras tiendas como Aishop o Mr Piece.
Para la mayoría de los venezolanos, y debido a la crisis socioeconómica que ha atravesado el país en los últimos años, las opciones de consumo ético están alejadas de su realidad.
Traki, por ejemplo, el departamento más grande de Venezuela que produce ropa nacionalmente, según sus etiquetas, tiene precios de pantalones que varían entre los $15 o camisas entre los $12. Quizás sea ropa hecha en territorio nacional, pero no garantizan la transparencia en sus procesos.
Y entre las opciones de consumo accesible se encuentra la búsqueda de tesoros de ropa en mercados populares de las ciudades. En el caso de Caracas está Catia, El Cementerio o La Hoyada.
Todavía hay opciones accesibles para las familias venezolanas que compran por temporadas, tal como lo hacía mi mamá en diciembre con los estrenos, o para comprarme zapatos nuevos para iniciar el año escolar.
Sin embargo, a pesar de que la movida por una moda más justa también llegó a Venezuela, las prendas sostenibles, éticas o hechas a mano son exclusivas para un grupo reducido.
La moda ética no puede ser un privilegio
La calidad de vida del trabajador es importante cuando hablamos de moda ética, porque se toma en cuenta su espacio de trabajo, tiempo y dedicación para elaborar una pieza.
La moda ética permite contar la historia de cada prenda y quiénes se involucraron para su producción, por eso su valor económico es más elevado que el de la ropa masiva. Pero mientras la ética sea exclusiva, la crisis climática se agrava, pues solo durante la cadena de suministro de textiles sintéticos y vestimenta se genera el 5% de las emisiones globales de carbono, según el Foro Económico Mundial.
Es responsabilidad de las marcas educar a sus consumidores, pero también hacer que el consumo ético sea accesible para todas las personas. Como activistas de moda, nuestro deber es cuestionar el sistema actual de la industria, que deja de lado a los más vulnerables en cada reestructuración.